Escuchar las diferentes opciones, las historias, los devenires de cada uno en un sitio. Las inseguridades, los miedos, los problemas y decepciones.
Puede que eso sea lo "mas difícil", puede que dejándome llevar, traspasando esas fronteras del miedo, de lo ajeno y de lo nublado, llegue conocer mejor, a compartir, a abrirme y a rearme del miedo en otro continente, otro suelo y con otras caras.
Alla vamos.

En eterno y constante movimiento.

Saltamos de nuevo a Madrid, hablando en plural y mezclando todas nuestras experiencias pasadas y presentes: viajes, comidas, risas e idiomas. La parte más "regalo"de todas: contar de nuevo con la cercanía de los verdaderos amigos.

Que no pare la centrifugadora de vida que llevamos.

Tras lo que da de si un año, nuevos paseos en nuevo país.
Bulgaria es una tierra algo inhóspita de naturaleza agreste. Con esos Balcanes fuertes que te miran desde lo alto. Duros, verdes y callados, con unas nubes agarradas a sus pieles de esquisto.
Las calles de Sofía se deshacen pedregosas, los muros están ajados por un montón de años que no los ven remozarse, por un montón de gobiernos que no los mejoran, por un montón de vivencias que los van limando.
Paradójicamente el mundo de los restaurantes modernos y de ambiente chic late con fuerza en cada plaza, pero rodeado siempre de ese óxido y ese verdor grisáceo sin determinación a modernizarse del todo.

Y por fin aterrizado tras estos primeros días de adaptación a este cubo de Rubik de piedra y gente.
Nueva York es como una construcción de las que usas de pequeño en versión dinosaurio. Siempre por descubrir y fascinante, pero a la vez simple y reduccionista.
De momento, y en mis ansias de europeizar la Gran Manzana, he taladrado a los vecinos anónimos y silenciosos con Casta Diva, Nessun dorma, Lascia Ch'Io Pianga y un sinfín de griteríos operísticos varios.
de este modo acallo un poco el ajetreo de las ambulancias, el tráfico y el bullicio de una ciudad que en cuanto a sonoridad se parece bastante al centrifugado de una lavadora de 24 horas de duración.

Tras las piedras sigue mi camino.
Las luces y colores de los miles de tonos del gris londinense de Otoño me transportaron por calles y sonrisas de South Kensington. De mi pequeño mundo de flores y caballos decorado por una vieja lady llegaba cada día a los neones transparentes y llenos de aire del moderno Shopping centre lleno de vida del Siglo XXI.
Los transbordos me llevaron a mi segunda patria que investigué por carreteras, trenes y aviones. De la que sorbí hasta el último trago y de la que nunca me canso.
Y ahora llega una nueva vuelta de tuerca en este engranaje del destino. Una maquinaria que me lleva al corazón del mundo. A esa gran manzana que sube y baja, que se mueve vertiginosamente, que  evoluciona y queda, que nos lleva o nos trae o ve pasar los años locos, los modernos y los futuros...

Nancy no quería lanzar las campanas al vuelo, pero había comprado una botella de Fairy.

Era la tercera, una tercera botella de ese líquido verde que quitaba la grasa como ningún otro, que limpiaba y duraba más y mejor que los demás y que, para ella, era el medidor fidedigno de cada una de sus relaciones amorosas.

Sus parejas duraban dos botes de Fairy, siempre, siempre, no importa que hubiese vacaciones entre medias, que hubiese diferentes grados de compromiso, que con uno tuviera un affair y con otro perro y casa. Siempre dos botes de Fairy.

Así que el haber comprado la tercera, cuanto menos, era alentador.

La depresión postvacacional es un síndrome que, sin venir asociado a una enfermedad, puede volverse una dolencia terrible. Estoy inmerso en ella desde que puse el pie en el asfalto madrileño y creo que cada año es más dura y gris.
Los músculos de mi espalda, nada más bajar del tren, adoptaron su característico "modo on" de tensión, estrés y rutina. Lo que hizo que olvidara en cinco minutos, uno de los meses más maravillosos de mi vida.
Madrid no es para vivir, es para sobrevivir y hacer saco para el invierno. Un invierno relajado que existe en mi mente, en mi meta y en mis sueños.