Era la tercera, una tercera botella de ese líquido verde que quitaba la grasa como ningún otro, que limpiaba y duraba más y mejor que los demás y que, para ella, era el medidor fidedigno de cada una de sus relaciones amorosas.
Sus parejas duraban dos botes de Fairy, siempre, siempre, no importa que hubiese vacaciones entre medias, que hubiese diferentes grados de compromiso, que con uno tuviera un affair y con otro perro y casa. Siempre dos botes de Fairy.
Así que el haber comprado la tercera, cuanto menos, era alentador.
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